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Una persona que conozco dice que las tortugas viven 500 años. La verdad es que, acerca de las tortugas, lo ignoro casi todo, pero aun así cuesta trabajo creer en semejante ciclo de vida. Y más teniendo en cuenta que esta misma persona opina que los elefantes viven, sin hacer demasiada fuerza, como quien no quiere la cosa, 300 añitos.
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Al lado de mi casa vive el Sr. Juárez, un vecino de la zona dueño de un temperamento más bien ectoplasmático. La actividad de este hombre se reduce a comentar vaguedades con El Muchacho Que Levanta Quiniela durante toda la mañana. Sentados bajo la escasa sombra de un árbol, o, mejor dicho, un arbusto, ocupan el tiempo (y el espacio, ya que pasar caminando por ese punto de la cuadra no se hace fácil a causa de la manera en la que disponen las sillas sobre la vereda, que deja apenas un hueco para el caminante, quien tiene que efectuar un pequeño movimiento de caderas, similar a unos tres segundos de mambo, para sortear los obstáculos) en enjuiciar silenciosamente al barrio.
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Sin embargo, hay días en los que El Muchacho Que Levanta Quiniela no puede acudir a la tácita cita (nótese el juego de los significantes en el desafortunado sintagma) y el Sr. Juárez, mitad para mitigar la soledad y mitad por pereza, deja salir a su tortuga a la vereda.
El Sr. Juárez, que tiene más años de los que confiesa y vive de una austera jubilación –la que oportunamente gasta en el azar–, cuando está solo, se ocupa con mucha pulcritud en mirar la nada del barrio. Y allí, en ese descuido, la tortuga vio su chance.
El animal se lanzó en una carrera asombrosa –para una tortuga– hacia la calle, hacia el asfalto caliente, hacia el tráfico potencial, hacia una muerte dramática. Y uno no puede más que ver en este movimiento un plan astutamente imaginado, tal vez durante años. Porque no alcanzaba con echarse a la calle; no, había que hacerlo en el momento en el que un auto apareciera (cosa no muy frecuente en una calle perdida en un barrio aun más perdido) y calculando el tiempo para que el impacto se produjese.
Todos los cálculos de la tortuga habían sido correctos. El Sr. Juárez seguía en su nada.
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De todas formas hubo un factor que el animal no pudo controlar: la actitud de su supuesto verdugo. El hombre, que iba a bordo de un Fiat 600 (auto que, con un poco de buena voluntad, tiene un cierto aspecto tortuguil), alcanzó a ver el paso desesperado de la suicida y con un volantazo y una frenada en la que se jugó el futuro de su auto –que no estaba en una muy buena condición– la esquivó por muy poco.
Escuchar la frenada y ver al Sr. Juárez girar la cabeza con una mueca de asombro fue una sola cosa. Fue un momento que tuvo el dramatismo de lo eterno.
Fue allí cuando el conductor, el hombre que había evitado la muerte de una tortuga, dijo la famosa frase.
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“¡Se te escapó la tortuga, viejo pelotudo!”
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Como dije antes, no sé si las tortugas viven 500 años, pero lo que sí sé es que a ésta la cosa ya se le estaba haciendo larga. Y lo peor es que ya perdió su oportunidad: ahora el Sr. Juárez pone mucho celo en el cuidado de su mascota. El pobre animal ha vuelto a su prisión de casi perpetuidad (decir “quinientos años” y decir “siempre” es casi lo mismo para mí).
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