jueves, 20 de marzo de 2008

Del fantasma



¿Qué es un fantasma?, preguntó Stephen.
Un hombre que se ha desvanecido
hasta ser impalpable, por muerte, por
ausencia, por cambio de costumbres.

Joyce, Ulises (1921)
Fragmento de Antología de la literatura fantástica



Cuando uno llega al Unicenter Shopping la puerta de entrada tiene la amabilidad de abrirse por sí misma, sin necesidad de que hagamos ningún movimiento, muy posiblemente para que evitemos un desgaste de energía que, luego, dentro, vamos a necesitar para consumir y dejarnos fascinar por la mercancía.
Después, cuando uno se va, cuando ya compramos lo que necesitábamos y lo que no necesitábamos, uno tiende a pensar que el mecanismo va a ser el mismo, que la puerta de salida se va a abrir sin intervención de la carne. Pero hoy cuando salía no sucedió eso.
Me paré frente a la puerta y no se abrió. Supuse que era debido a alguna imperfección en la posición de mi cuerpo y me moví. Intenté varias posturas y alternativas para que el dispositivo pudiera captarme, pero nada ocurría. Me dije que tal cosa no podía ser posible y me alejé de la puerta, a unos 20 metros, y resolví volver a intentar. Caminé otra vez, con impulso renovado, hacia la misma salida simulando no pensar en el desplante anterior. Seguramente se había tratado de alguna anomalía momentánea y ahora sí podría irme por fin de ese lugar. Por la puerta de al lado un hombre grosero y con pinta de viejo cheto me miró con una sonrisa burlona y lasciva, mientras su puerta se abría de par en par.
Nuevamente, nada pasó. Con una rabia que parecía heredada de siglos venideros, tuve que usar toda mi fuerza para abrir la puerta del infierno ésa; cuando había logrado abrirla unos quince centímetros, la cosa intentó una última y brutal resistencia que casi me hace pasar vergüenza frente a los parroquianos. Forcé mis músculos al máximo y finalmente pude salir. Caminé unos metros más y me di vuelta a mirar: la puerta ahora estaba abriéndose para dejar salir a la persona que venía después de mí.

Perplejo, mientras recorría el camino de vuelta a mi casa, empecé a pensar en lo sucedido. Comencé, como es lógico, a dudar de mi propia existencia (deporte que practico con fervor) y me hice algunas preguntas bastante obvias. ¿Por qué cuando yo entré el mecanismo me captó como humano, como materia, e hizo que la puerta se abriera y cuando quise salir no? ¿Acaso la visita al Unicenter nos resta humanidad, nos hace ir dejando de existir? ¿O es que nada tiene que ver el Shopping y es sólo que yo estoy sufriendo un proceso de afantasmamiento personal y privado?

Envuelto en esa clase de conjetura intrascendente y vulgar, decidí que, mejor, no voy más al Shopping.


domingo, 10 de febrero de 2008

Veinte segundos



Todos recordamos el momento (en Blue velvet) en el que Ben se pone a cantar “In dreams”, una de las canciones más lindas que haya hecho alguna vez Roy Orbison. Pero el ambiente de toda la escena es tan siniestro y aterrador, de tanta locura contenida, que hace que la canción sea algo así como un beso en los labios de alguien que está a punto de ser arrojado al vacío. Esa clase de belleza previa a una catástrofe, ese último don en la antesala de lo horrible, es una de las estafas más adorables que de las que se puede ser víctima. Pero no deja de ser una estafa.

***

Cuatro personas en una sala. Ahí, ahí, acá. Y allá. La distancia espacial en realidad es la misma, pero hay otras distancias además de la meramente espacial, todos lo sabemos. Por ejemplo, uno no podría de ninguna manera afirmar que entre esos cigarrillos y yo existe la misma distancia que entre The picture of Dorian Gray y yo, aunque ambos objetos estén a la misma cantidad de centímetros de mis manos, sobre la mesa. El ejemplo agota la idea.

Es casi la una. Nos estamos despidiendo; como creo recordar vagamente que una vez dijo que cantaba le hago algunas preguntas acerca del tema. Dice que lo hace en un grupo de jazz. Le pregunto por su cantante favorita, respuesta correcta: Ella Fitzgerald. Y dice que grabó algunas canciones, entre ellas “Summertime” (favorita mía y de todos, claro). No puedo evitar pedirle algunos segundos de Gershwin. Ella se niega, más por humildad que por verdadera vergüenza, pero rápidamente cambia de parecer.

***

Summertime,
And the livin' is easy
Fish are jumpin'
And the cotton is high

Your daddy's rich
And your mamma's good lookin'
So hush little baby
Don't you cry

One of these mornings
You're going to rise up singing
Then you'll spread your wings
And you'll take to the sky

***

¿Hace cuánto no te emocionás con alguien? ¿Días, semanas, meses, tal vez? Sin embargo, a veces hace falta tan poco (¡en realidad no es poco!), o mejor, alcanza con algo tan sencillo como una voz. Milagros de las personas. Una estudiante, en una sala pequeña, en Recoleta, delante de tres personas más (esa clase de intimidad), Gershwin, Ella, Cortázar (¿no se puede pensar en jazz sin pensar en Cortázar, maldita sea?), el cielo sin decidirse a llover o a caer sobre nuestras cabezas (cfr. Asterix, el galo, discursos de Abraracurcix), y la voz más dulce del mundo. Veinte segundos fuera del tiempo (¿raro, no?). En ese momento el universo se componía de una sola persona y su voz. Cuando terminó le mostré mi brazo: se me había erizado la piel.

sábado, 26 de enero de 2008

Alienación


Encontrar un sáncuche de milanesa bueno y barato cerca del Club Argentino de Ajedrez puede dar lugar a una auténtica dérive: uno se siente un poco Debord y un poco en París, al observarse siendo un cuerpo (en carne viva en busca de carne muerta) trazando recorridos absurdos en una deconstrucción urbanística de la Buenos Aires coqueta.
Igualmente, ahí termina el parecido: Debord buscaba una revolución en la vida cotidiana, una ruptura del continuum aparente que impone la sociedad capitalista, en cambio, uno sólo quiere masticarse un cacho de vaca.
La estupidez popular dice que llevamos mucha gente dentro: el enano fascista, el niño, el adolescente, el cerdo burgués, el rebelde, veinte años (en un –incierto– rincón del corazón). Pero olvida al situacionista. El mío me obligó a vagar por las excesivas calles porteñas en busca de comida, sin plan, desoyendo la voz vulgar que me recordaba los beneficios de contentarse con el indigno pero cercano pebete de jamón y queso, infame pseudocomida que, sin embargo, produce un cierto placer (inmediato: es decir, vulgar). La errancia me llevó hasta cierto arrabal, alejado del Club, austero y agauchado, en donde vendían milanesas a un precio razonable; sentado en la puerta, esperando por mi comida, casi al borde de la alucinación a causa de la hambruna, noto que del flujo de personas se recorta, como salida de una filmación precaria y un poco deteriorada por efecto del tiempo, una extraña mujer, anciana y pequeña, que se acerca hacia mí con intenciones poco claras.
—¿Y Pericles?— me preguntó afligida.
—¿Cómo dice?
—¿Dónde está Pericles? ¿Dónde?
—Mmm, creo que no lo conozco…
—Pero ¿y ahora? ¿Quién me avisa a las dos menos diez, eh?
No pude evitar la curiosidad de preguntarle qué iba a pasar a las dos menos diez. La mujer no me respondió.
—¿Usted puede avisarme a las dos menos diez?
—Y… no, yo ya me voy…
—¿Pero usted no es Pericles?
Me disculpé con la señora y le dije que ya era el momento de que me fuera: la conversación estaba yendo para un lugar que me resultaba incómodo. Me fui, mejor dicho, huí del lugar, abandoné mi milanesa a una espera perpetua, y corrí en busca de mi reflejo, en alguna vidriera, en cualquier auto. Cuando encontré un vidrio apropiado, me miré con fruición: para mi tranquilidad, yo era yo; por un momento, temí lo peor, que una mutación espontánea me hubiese afectado; durante unos segundos tuve miedo de que yo fuera Pericles. Respirando hondo comprobé que no.
¿No?

El episodio me dejó una conclusión; a veces hay que conformarse con lo que está cerca (sólo a veces); pero también una duda: ¿por qué la mujer, en lugar de esperar a que Pericles le dijera la hora, no miraba simplemente en el reloj que tenía, perfectamente en hora y funcionando, en la muñeca izquierda?

domingo, 13 de enero de 2008

Qué es oler una flor



Mi experiencia de lectura con Theodor Adorno no recuerda muchos momentos de poeticidad, por eso me sorprendió encontrarme con un cierto pasaje de Dialéctica del Iluminismo en el que los muchachos (no se olviden de Horkheimer) se permiten explicar qué es oler un flor:

"[es] el recuerdo de la felicidad más antigua y remota que
relampaguea al sentido del olfato, se une con la extrema cercanía
de lo incorpóreo. Es un recuerdo de la prehistoria. "

El argumento está relacionado con el pasaje de Odiseo por el país de los Lotófagos, estos tipos que la pasaban bomba en su tierra, comiendo flores de loto, sin preocuparse por nada, sin molestar a nadie, pero también sin producción y sin mercado. Odiseo, homo oeconomicus, que encarna el principio de la economía capitalista, no puede soportar que sus compañeros vivan al margen del mundo (entiéndase, el trabajo y la racionalidad de los fines) y se los lleva literalmente a la rastra. Pero el recuerdo de ese estado de plenitud que hubiesen podido mantener no iba a borrarse.
Me parece una idea muy hermosa pensar que cada vez que olemos una flor nos sentimos complacidos más que por el aroma por la rememoración de una felicidad perdida, pero también por la posibilidad de un cambio en el estado de cosas: la flor es una grieta que nos permite ver lo que puede ser el mundo, nos dice que las cosas podrían ser mejores que esto. Un ojo de cerradura en una puerta que creemos cerrada.
No en vano, muchos años después de Adorno, la relación entre las flores y la revolución fue entrevista por Alejandra Pizarnik, en su famoso poema, cuando dijo que: "la rebelíón consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos".
Lo bueno de la literatura es que modifica la experiencia: ahora oler una flor será distinto para mí.

jueves, 3 de enero de 2008

Kafka para multitudes



¿Cómo nadie advirtió hasta ahora que este sketch no era sino una reescritura de "Ante la ley"? Es evidente desde la elección del nombre del protagonista: Borges, quien tantas veces fue Kafka. Borges como personaje dentro de una reescritura de la parábola kafkiana es tal vez una las jugadas más irónicas de la cultura popular argentina.
La versión de H. Sofovich, llena de judaísmo (no olvidar las apariciones de Divina Gloria hablando en yiddish), enriquece notablemente el texto original: al colocar en el lugar del guardián a una mujer (Silvia Pérez); al escindir dialécticamente a Borges (en Álvarez); y al situar a dos personajes, misteriosos y carentes de lenguaje, tal vez no humanos, que podían ingresar al interior de la ley (en este caso, la ley es la mass media).
Otro elemento a tener en cuenta es la recurrente afición de Borges a las palabras cruzadas, tengo una teoría para eso pero temo ir demasiado lejos.