En un rincón casi inexplorado de la casa (a la que no reconozco lo suficiente como para proclamarla "mía") hay un mosquito. El espacio es un baño, repugnante, muy pequeño, tanto que la existencia conjunta del inodoro y el lavatorio invitan a la persona que pasa por ahí a pensar dos veces si realmente quiere entrar: se trata de un baño hostil.
Por supuesto que a lo largo del tiempo conocí baños peores (y ciertamente peligrosos para la continuidad inalterada de ciertas partes del cuerpo), pero esos baños no estaban en la casa. Afuera, en la ciudad, uno acepta esa clase de violencia; de hecho, cuando voy a algún lugar y el baño está demasiado limpio, eso no hace sino dejar ver una artificiosidad, un énfasis tal, que me termina resultando incómodo.
Supongo que cada casa tiene un lugar prohibido, un lugar del que no se habla, pero justamente esa deliberada omisión –esto es evidente– lo hace más notorio.
Pero el baño. Hace años que nadie lo limpia. Nadie. Claro, tampoco recuerdo que nadie lo haya usado nunca, salvo –en poquísimas ocasiones– para alguna rápida y furtiva meadita masculina. Así que ese baño no ha conocido nunca a una mujer.
Y a veces sucede que ya es demasiado tarde para ciertas cosas. Qué novedad, ¿no? Pero el caso es que este baño es un ejemplo de ello: ya no se lo puede limpiar. La fetidez que lo habita no es humana (puesto que, como ya dije, prácticamente no ha sido usado). El inodoro está recubierto de unas salpicaduras tales –que no son de lo que uno podría suponer, sino que su naturaleza es aceptada como inexplicable– que cada vez que lo veo me recuerda a aquel inodoro de Trainspotting en el que el yonqui se mete. Imagino que éste sólo podría ser limpiado por un yonqui al que se le prometiera como paga un chute. Así de extrema es la situación. Imaginé también proceder yo mismo al limpiado: llevaría una manguera de un diámetro bien grueso y le entraría a dar. Con un chorro bien potente. Pero no. No se puede. La presencia amenazante de una lamparita de luz a una altura anormalmente baja, los cables medio corroídos por quién sabe qué cosa, el interruptor y el enchufe a la vista sin la tapita correspondiente, son demasiados peligros como para atacar el baño con agua.
Pero lo que más me inquieta es que en la pared que está detrás del inodoro, en uno de los horribles azulejos amarillos, está pegado un mosquito muerto. Entero, con todos sus miserables miembros extendidos. Lo extraño es que hace años que está ahí, perfectamente igual, idéntico a sí mismo, perpetuo. A pesar de que el cuerpo no está en una tela de araña, sino que simplemente está pegado a la pared en una especie de manchita (tal vez sangre), no entiendo por qué las numerosas arañas que forman parte de la población del baño no se acercan hasta él y lo devoran. ¿No es que para eso tejen sus trampas, para poder comerse los insectos que se entregan así a la crueldad? Sin embargo, no, estas arañas parece que no se quieren alimentar del mosquito. Y el cuerpo sigue ahí, todos los días, año tras año, como si esperara algo (o como si lo demás dependiera de su mirada). Ahora mismo mientras escribo pienso que él está ahí, crucificado en la pared del baño de la casa (a la que no me atrevo a llamar "mía"). Puede resultar intolerable, si uno lo piensa.
Lo que más me preocupa (me aterra el sólo pensarlo) es que tal vez, tal vez, no esté realmente muerto.
jueves, 21 de junio de 2007
domingo, 3 de junio de 2007
Noventicidad
Los noventa comenzaron –para mí– en esa puerta de van que se abría en el histórico video de "D-Generación". El comienzo, así, ya estaba marcado por una certeza: el viaje había terminado y el único gesto posible era el de bajarse. Sin embargo, desde mi perspectiva personal no era sino un alumbramiento: una música (nueva y sorprendente para aquella inocencia mía), un estilo, una posibilidad de fuga de la intolerable medianía familiar, etc.
Por esos días había también otro video de una banda joven y prometedora en el que la van tenía un rol importante: el de la canción “Today” de los Smashing Pumpkins. Pero ahí la función de la van era justamente la inversa, no se bajaba sino que se subía; se subía y se viajaba. Si la lógica musical de los noventa todavía se sostenía en relaciones de centro y periferia (el centro de los primeros noventa fue la alternatividad estadounidense; la realidad actual del rock argentino creo que muestra que esa lógica ya no funciona), habría que decir que esa lógica estaba fundada en una disimilitud esencial e imposible de maquillar evidenciada en esos dos tipos de van: la que sirve como medio para un viaje y la que sólo es un refugio en donde colocar la imposibilidad de concebir algún tipo de viaje propio. En otras palabras, el rock argentino nació con una idea, “la de irme al lugar que yo más quiera/ me falta algo para ir (...) construiré una balsa y me iré a naufragar”. Esa forma de viaje, el naufragio, se encontró con la costa en aquel sónico 1992: esa van de “D-Generación” es el fin del viaje propuesto por Litto y Ramsés.
Se puede decir que no habría que considerar al rock argentino como una totalidad; se podría preguntar qué tiene que ver Babasónicos con Los Gatos. Creo que en principio lo que los vincula es el hecho de que esas dos canciones son los extremos de una forma de entender el rock como hecho gregario; ambas canciones funcionan –ya se sabe– como manifiestos de sus respectivas generaciones: una expresaba un deseo y una decisión tomada (“Con mi balsa yo me iré a naufragar”*); la otra declamaba en colores una amarga certeza: “Olvidate, ya pasó”. Pero aun así, “D-Generación” no es mera negatividad sino que dice algo: la posibilidad de un horizonte generacional compartido. Aquella generación fue la última que pudo decir algo; es más, podría ir más lejos y arriesgar que aquella fue la Última Generación en lo respecta a rock nacional.
Los noventa lo vieron todo: un sorprendente y hoy inexplicable auge del blues (creo que en un período no superior al año y medio vi, uno tras otro, a B.B. King, Albert Collins, Albert Hammond, Edgar Winter, Jimmy Vaughan, Koko Taylor, John Mayall, Buddy Guy, Robben Ford, al viejo Chuck Berry, Jerry Lee Lewis, y otros oscuros personajes del universo bluesero que tocaban en “Oliverio” o “El Samovar”); la ramonesmanía y una divertidísima camada punk (con 2`a la cabeza, Superuva, y demás, y recitales intolerables de The Exploited o G.B.H., a los que por cuidar mi vida no asistí, aunque tuviese mucha curiosidad por aquel ambiente), era un momento en el que levantabas una baldosa y salía una banda hardcore-punk; también se estaba cocinando el rock más suburbano (recuerdo haber ido a ver a Caballeros de la Quema, en la época del primer disco, y comentar con un amigo “¿Qué onda esas remeras de “La Renga”? ¿Qué es eso?”); una popularidad inusitada del metal: años en los que, por un lado, Metallica y el “Álbum Negro”, y por otro, Guns ´n ´Roses y “Use your illusion”, se colaban en el pasacassette de casi cualquiera**.
Pero a pesar de toda la aparente efervescencia de esos géneros, si uno piensa en términos de “generación”, sólo podría hablarse de tal cosa en relación “lo alternativo” y “lo indie”. ¿Qué hace de un grupo de individuos una generación? Julius Petersen hablando de las generaciones literarias menciona: una edad similar, una formación más o menos homogénea, que haya relaciones personales entre ellos, un acontecimiento generacional que los marque, una figura que funcione como “caudillo”, un lenguaje propio, y, por último, el anquilosamiento de la generación anterior. De estos ítems me parece que el más importante es la idea de un hecho, un acontecimiento, que opere como aglutinante. En el caso de la generación del noventa ese rol lo cumplió la debacle de 1989. Dárgelos, en un reportaje, da la clave: “Había intentado otras cosas, como trabajar o estudiar, pero no tenía ningún incentivo. Y perdido por perdido, prefería perder en el rock”. El desastre de la hiperinflación y la caída de Alfonsín dejaron perdida a una generación; ese fue el combustible que más tarde estalló en la primavera menemista. En lo que respecta a los otros “requisitos” uno podría decir que la figura de caudillo espiritual la cumplió Daniel Melero (que produjo el primer disco de Los Brujos y con quien Babasónicos “habla(ba) de paz”). Pero creo que lo más importante de aquella generación es que tuvo la creencia de que lo nuevo (categoría, por supuesto, ultrasuperada, pero –no olvidemos– que el rock tiene otra serie temporal, no necesariamente en sincronía con las otras series artísticas) podía pensarse. Aunque más no fuese como negatividad: lo nuevo, fue –por supuesto– atributo de los ochenta; los noventa enmascararon la imposibilidad de esa emergencia con el producto de la nostalgia por aquella posibilidad ya vedada. Por eso es que la nostalgia, la melancolía y el spleen (que siempre estuvieron en el "Rock Argentino") se intensificaron hasta la caricatura: de lo "alternativo" a lo "indie low-fi". Está claro igual que lo alternativo y lo indie son cosas bien diferentes. La alternatividad argentina fue más bien festiva, mientras que lo indie –con la Velvet como libro de cabecera– fue decididamente melancólica. Pero, más profundamente, creo yo, hay una ligazón entre ambas estéticas. La nostalgia de la altenatividad radicaba en la conciencia de la imposibilidad (pues el viaje ya había acabado); esa nostalgia se transformó en la melancolía indie. En otras palabras, lo alternativo fue una fiesta, lo indie fue la casa vacía tras la fiesta***
La década del noventa, si bien está enmarcada por dos desastres (1989, 2001), en materia de rock´n´roll se podría decir que terminó en 1995 con el disco de Perdedores Pop y con aquella canción, “Planes”, que reconocía la derrota generacional: “Solo quería ser el escritor de mi generación/ que me lean en el tren/y en la universidad también.../Pero el destino tuvo otros planes/ los fracasos siempre son iguales...”**** Lo que siguió después, que abarca el mejor momento de mi vida (hasta ahora, y probablemente ya por siempre), fue una fiesta solitaria, en una casa vacía, con la claridad del día ya empezando a empezar, pero ¡cuánta clase!...
*Andrés Calamaro, el gran Andrés Calamaro, reescribía con tóxica gracia la letra de Nebbia y cantaba “Con mi bolsa yo me iré a naufragar”.
** Es más, tengo la teoría de que la extrema popularidad del heavy de esa primera mitad de los noventa fue la causa de que una enorme masa de adolescentes usara el “pelo largo”. Había si uno se fija un “espíritu de época” también en lo capilar. ¿Es una percepción mía o hoy ya no se ven tantas “chapas largas”? En todo caso, ese es un punto a favor para adolescentes de hoy.
***Andrés, otra vez. Dijo el poeta: “Amanece ya y los últimos invitados están/ poniéndose sus abrigos o arrodillados/ llorándole a un pescadas su borrachera cruel/ o confesándole sus pecados a la pared/ Y en rigor de verdad/ la fiesta ya terminó” (“Adiós, amigos, adiós”, 1989).
****¿Por qué nos gustará tanto esta letra, no? :)
Por esos días había también otro video de una banda joven y prometedora en el que la van tenía un rol importante: el de la canción “Today” de los Smashing Pumpkins. Pero ahí la función de la van era justamente la inversa, no se bajaba sino que se subía; se subía y se viajaba. Si la lógica musical de los noventa todavía se sostenía en relaciones de centro y periferia (el centro de los primeros noventa fue la alternatividad estadounidense; la realidad actual del rock argentino creo que muestra que esa lógica ya no funciona), habría que decir que esa lógica estaba fundada en una disimilitud esencial e imposible de maquillar evidenciada en esos dos tipos de van: la que sirve como medio para un viaje y la que sólo es un refugio en donde colocar la imposibilidad de concebir algún tipo de viaje propio. En otras palabras, el rock argentino nació con una idea, “la de irme al lugar que yo más quiera/ me falta algo para ir (...) construiré una balsa y me iré a naufragar”. Esa forma de viaje, el naufragio, se encontró con la costa en aquel sónico 1992: esa van de “D-Generación” es el fin del viaje propuesto por Litto y Ramsés.
Se puede decir que no habría que considerar al rock argentino como una totalidad; se podría preguntar qué tiene que ver Babasónicos con Los Gatos. Creo que en principio lo que los vincula es el hecho de que esas dos canciones son los extremos de una forma de entender el rock como hecho gregario; ambas canciones funcionan –ya se sabe– como manifiestos de sus respectivas generaciones: una expresaba un deseo y una decisión tomada (“Con mi balsa yo me iré a naufragar”*); la otra declamaba en colores una amarga certeza: “Olvidate, ya pasó”. Pero aun así, “D-Generación” no es mera negatividad sino que dice algo: la posibilidad de un horizonte generacional compartido. Aquella generación fue la última que pudo decir algo; es más, podría ir más lejos y arriesgar que aquella fue la Última Generación en lo respecta a rock nacional.
Los noventa lo vieron todo: un sorprendente y hoy inexplicable auge del blues (creo que en un período no superior al año y medio vi, uno tras otro, a B.B. King, Albert Collins, Albert Hammond, Edgar Winter, Jimmy Vaughan, Koko Taylor, John Mayall, Buddy Guy, Robben Ford, al viejo Chuck Berry, Jerry Lee Lewis, y otros oscuros personajes del universo bluesero que tocaban en “Oliverio” o “El Samovar”); la ramonesmanía y una divertidísima camada punk (con 2`a la cabeza, Superuva, y demás, y recitales intolerables de The Exploited o G.B.H., a los que por cuidar mi vida no asistí, aunque tuviese mucha curiosidad por aquel ambiente), era un momento en el que levantabas una baldosa y salía una banda hardcore-punk; también se estaba cocinando el rock más suburbano (recuerdo haber ido a ver a Caballeros de la Quema, en la época del primer disco, y comentar con un amigo “¿Qué onda esas remeras de “La Renga”? ¿Qué es eso?”); una popularidad inusitada del metal: años en los que, por un lado, Metallica y el “Álbum Negro”, y por otro, Guns ´n ´Roses y “Use your illusion”, se colaban en el pasacassette de casi cualquiera**.
Pero a pesar de toda la aparente efervescencia de esos géneros, si uno piensa en términos de “generación”, sólo podría hablarse de tal cosa en relación “lo alternativo” y “lo indie”. ¿Qué hace de un grupo de individuos una generación? Julius Petersen hablando de las generaciones literarias menciona: una edad similar, una formación más o menos homogénea, que haya relaciones personales entre ellos, un acontecimiento generacional que los marque, una figura que funcione como “caudillo”, un lenguaje propio, y, por último, el anquilosamiento de la generación anterior. De estos ítems me parece que el más importante es la idea de un hecho, un acontecimiento, que opere como aglutinante. En el caso de la generación del noventa ese rol lo cumplió la debacle de 1989. Dárgelos, en un reportaje, da la clave: “Había intentado otras cosas, como trabajar o estudiar, pero no tenía ningún incentivo. Y perdido por perdido, prefería perder en el rock”. El desastre de la hiperinflación y la caída de Alfonsín dejaron perdida a una generación; ese fue el combustible que más tarde estalló en la primavera menemista. En lo que respecta a los otros “requisitos” uno podría decir que la figura de caudillo espiritual la cumplió Daniel Melero (que produjo el primer disco de Los Brujos y con quien Babasónicos “habla(ba) de paz”). Pero creo que lo más importante de aquella generación es que tuvo la creencia de que lo nuevo (categoría, por supuesto, ultrasuperada, pero –no olvidemos– que el rock tiene otra serie temporal, no necesariamente en sincronía con las otras series artísticas) podía pensarse. Aunque más no fuese como negatividad: lo nuevo, fue –por supuesto– atributo de los ochenta; los noventa enmascararon la imposibilidad de esa emergencia con el producto de la nostalgia por aquella posibilidad ya vedada. Por eso es que la nostalgia, la melancolía y el spleen (que siempre estuvieron en el "Rock Argentino") se intensificaron hasta la caricatura: de lo "alternativo" a lo "indie low-fi". Está claro igual que lo alternativo y lo indie son cosas bien diferentes. La alternatividad argentina fue más bien festiva, mientras que lo indie –con la Velvet como libro de cabecera– fue decididamente melancólica. Pero, más profundamente, creo yo, hay una ligazón entre ambas estéticas. La nostalgia de la altenatividad radicaba en la conciencia de la imposibilidad (pues el viaje ya había acabado); esa nostalgia se transformó en la melancolía indie. En otras palabras, lo alternativo fue una fiesta, lo indie fue la casa vacía tras la fiesta***
La década del noventa, si bien está enmarcada por dos desastres (1989, 2001), en materia de rock´n´roll se podría decir que terminó en 1995 con el disco de Perdedores Pop y con aquella canción, “Planes”, que reconocía la derrota generacional: “Solo quería ser el escritor de mi generación/ que me lean en el tren/y en la universidad también.../Pero el destino tuvo otros planes/ los fracasos siempre son iguales...”**** Lo que siguió después, que abarca el mejor momento de mi vida (hasta ahora, y probablemente ya por siempre), fue una fiesta solitaria, en una casa vacía, con la claridad del día ya empezando a empezar, pero ¡cuánta clase!...
*Andrés Calamaro, el gran Andrés Calamaro, reescribía con tóxica gracia la letra de Nebbia y cantaba “Con mi bolsa yo me iré a naufragar”.
** Es más, tengo la teoría de que la extrema popularidad del heavy de esa primera mitad de los noventa fue la causa de que una enorme masa de adolescentes usara el “pelo largo”. Había si uno se fija un “espíritu de época” también en lo capilar. ¿Es una percepción mía o hoy ya no se ven tantas “chapas largas”? En todo caso, ese es un punto a favor para adolescentes de hoy.
***Andrés, otra vez. Dijo el poeta: “Amanece ya y los últimos invitados están/ poniéndose sus abrigos o arrodillados/ llorándole a un pescadas su borrachera cruel/ o confesándole sus pecados a la pared/ Y en rigor de verdad/ la fiesta ya terminó” (“Adiós, amigos, adiós”, 1989).
****¿Por qué nos gustará tanto esta letra, no? :)
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