Los músculos de las piernas ya se me empezaban a poner duros.
Lo bueno es que como hacía mucho que no caminaba tanto me daba cuenta de cómo la sangre circulaba dentro de mí y de cómo me había olvidado de esa sensación. Hasta hace unos años atrás todavía iba a jugar al fútbol dos veces por mes al menos, pero después dejé, no fui más. Ahora me parecía como si yo fuese un muerto que volvía desde la tumba.
Íbamos caminando y pasamos por una disquería, le dije al Gato que seguro que ahí vendían merca o algo así porque hoy en día una disquería chiquita no tiene ningún sentido. Toda la gente que conocíamos ya no compraba discos.
Nos paramos en la vidriera con curiosidad, pensando en que quizás encontraríamos algo interesante. Quise prender un cigarrillo y me di cuenta de que me faltaba el encendedor.
—¿Entramos? —me dijo El Gato.
Atendía un tipo de pelo largo. Me pareció muy raro que no pusieran música. El Gato me dijo que por ahí al tipo le dolía la cabeza o algo y que por eso el local estaba en silencio. Me parece que el flaco nos escuchó porque en seguida puso cumbia. Lo miré y me sonrió, como diciendo “viste qué onda tiene esta banda”. Yo, a mi vez, lo miré como diciendo “la verdad es que no: es una garcha”. La mayoría de los discos eran de cumbia y de cantantes románticos; lo único cercano al rock´n´roll era una pequeña sección heavy metal.
—Mirá, boludo… mirá si estuviese acá El Joven Thrasher —le dije en broma al Gato.
El Gato me miró raro.
El Joven Thrasher era un personaje sobre quien El Gato contaba a veces alguna que otra historia, siempre de forma diferente y siempre muy evidentemente falsa, aunque nunca vi que reconociera que ese personaje no era real, sino que era producto de sus ganas de contar algo o del aburrimiento. Empezó a hablar acerca de él cuando estábamos en el colegio secundario, momento en el que aparentemente tenía relaciones con el Joven. Con los años siguió con la historia, aunque ya no nos la contaba a nosotros, digo a Lucía y a mí, (porque ya la conocíamos) sino que se había vuelto un relato obligatorio ante cada persona nueva que aparecía: al cabo de un tiempo, el Gato terminaba por contar alguna historia sobre El Joven. La mayor parte de las anécdotas del Joven Thrasher siempre estaban ubicadas temporalmente en nuestra adolescencia, sólo de vez en cuando introducía algún detalle más actual. Pero este día me iba a enterar de algo nuevo.
Según lo que decía El Gato, El Joven Thrasher era un flaco más o menos de nuestra edad, fanático del thrash-metal, que formaba parte de la hinchada de Tigre. Por supuesto que lo imaginábamos (porque nunca nos lo describió físicamente) vestido con chupines, botitas Topper negras, remera de Metallica o Venom, campera de cuero negra y pelo largo. Las hazañas del Joven Thrasher eran insólitas: a veces lo veíamos enfrentándose solo con veinte tipos de la hinchada de Nueva Chicago, y El Gato contaba que, aunque lo rodearan y lo cagaran a golpes, el Joven Thrasher siempre pedía más. Nunca una golpiza era suficiente para él. “Peguen, putos, peguen”, dice que decía. Otra vez contó que yendo a bordo de un colectivo casi vacío, camino a San Fernando, aprovechó que el chofer bajó en un kiosco para comprar cigarrillos y que el colectivo había quedado en marcha para ponerse él mismo al volante e irse con el bondi un par de cuadras. Levantó algunos pasajeros más y lo dejó tirado cerca del río.
Una sola vez El Gato contó algo que lo involucraba personalmente a él: parece que una noche volvían caminando de una fiesta por las calles del bajo de San Isidro. Él había tomado un poco, pero El Joven Thrasher estaba reescabiado, decía. Caminaron en silencio hasta que pasaron por una casa (supusieron que lo era) en un terreno muy grande. No es raro encontrarse por San Isidro con casas enormes y de grandes jardines, casi como mansiones. Lo extraño es que ésta parecía muy descuidada en comparación con las demás: adentro se veía todo oscuro, lleno de árboles y arbustos sin podar.
Una vegetación tan rara invitaba a la curiosidad.
Entre el terreno y la vereda había una pequeña pared de poco más de medio metro, y, cada tanto, una columna. El terreno, del que no sabían si era una casa, una mansión o qué, parecía muy grande; casi ocupaba enteramente la cuadra. A lo largo de toda la pared habían puesto, desde luego, rejas: varillitas de más o menos dos centímetros de diámetro. Hacia adentro no se veía nada porque era de noche y por todos los árboles y el pasto que había, pero los dos alcanzaban a intuir que había algo a lo lejos. Y la noche, el alcohol y el aburrimiento, los hizo más curiosos que de costumbre.
El Joven Thrasher fue el primero que habló. “Entremos”, dijo. En una situación normal El Gato se hubiera negado, hubiera tomado conciencia de que era muy peligroso y podrían ir presos. Pero la noche no parecía preparada para la duda. Además, negarse hubiese significado pasar por cobarde delante del Joven. Así que aceptó.
Empezaron a revisar las rejas buscando alguna que estuviese floja o que diera espacio para meterse. El Gato cada tanto miraba a la calle por si llegaba a venir alguien. “Estaba cagado, pero ya no podía echarme atrás”, dijo que había pensado.
—¡Vení que acá hay una que está medio floja! ¡Vamos a sacarla! —le dijo El Joven.
Entre los dos hicieron fuerza y consiguieron sacar la varilla. El Gato la quiso poner en el suelo y entrar. Pero el Joven le dijo que no, que mejor la llevaran, porque les podría hacer falta.
—Sacate el buzo y envolvételo en el brazo, por si viene algún perro —dijo también.
Nunca, decía El Gato, había estado tan asustado como en ese momento. Cuando levantó la pierna por encima de la pequeña pared y entró, sintió que se estaba mandando una cagada gigantesca. Los faroles de la calle no llegaban a iluminar nada dentro del terreno. La oscuridad era casi total, salvo por una especie de resplandor que venía desde el fondo del terreno. Todavía estaban cerca de la pared, o sea que tenían la calle ahí, a mano para volver, estaban a tiempo de irse.
Pero caminaron un poco más.
Muy muy despacio porque no sabían dónde estaban pisando. El Joven Thrasher iba adelante, pero El Gato no alcanzaba a verlo. Solamente escuchaba su voz que le decía “dale, vamos”. Esperá, dijo El Gato, y notaba que el “dale, dale” que venía como respuesta sonaba cada vez más lejano. En ese momento, “no sé cómo”, contaba, todo salió mal. No podía ver nada, así que tenía que dar pasos cortitos. Pero, aunque caminaba con mucho cuidado, igual no pudo evitar meter la pata en un pozo, o tal vez fue que pisó alguna cosa, no sé, pero la cuestión es que se cayó. Y lo hizo arriba de unas chapas o algo, porque el ruido en la madrugada de ese sábado fue tremendo.
Apenas unos segundos después, se encendió una luz en el fondo, desde donde venía el resplandor, y se escucharon ladridos de perros. Pudo haber sido solamente uno, pero El Gato imaginó una jauría. Dice que escuchó un “¿quién anda ahí?”, pero a esa altura del miedo tal vez sólo haya sido su imaginación.
Ni lo pensó. Todo duró segundos. Se levantó como pudo y salió corriendo. El buzo que llevaba envuelto en el brazo quedó tirado por ahí. Pero lo peor fue que en la desesperación por salir y escaparse, en la oscuridad, perdió el sentido de la ubicación. No lograba orientarse, ya no sabía dónde estaba el hueco, dónde estaba el lugar de la reja que habían sacado. Todo duró segundos, pero parecían décadas, contaba. Ya ni siquiera escuchaba si había más ladridos o si alguien gritaba. Al final, de casualidad (porque la hilera de rejas era muy larga), encontró el hueco. Le pareció que no era el mismo que por el que habían entrado, porque le costó más trabajo atravesarlo, tanto que casi se queda trabado.
Pero salió.
Una vez que estuvo en la calle corrió con tanta fuerza que los músculos de las piernas parecían prendérsele fuego. “Pensé que iba a entrar en combustión espontánea”, decía. Cuando llegó a la Avenida Centenario paró. Todo le hervía: las piernas, los pulmones, las ideas, el corazón. Recobró el aliento y se acordó del Joven Thrasher.
Tomó conciencia de que lo había abandonado.
Lo imaginó devorado por la salvaje jauría que el dueño de eso (porque no sabía si era una casa, un terreno abandonado, una mansión o qué) les había soltado; pensó que quizás en medio de la oscuridad El Joven había caído en un pozo (trampa, por supuesto, del terreno). Mientras esperaba el colectivo se preguntó por qué lo había hecho; por qué carajos tuvo que entrar en ese lugar del diablo, pero en el fondo, más intensamente, se preguntaba por qué había dejado solo a su amigo.
Durante un tiempo no se volvió a cruzar con El Joven; El Gato no tenía su teléfono. Cuando se veían era porque de casualidad se encontraban en la plaza o caminando por ahí. Así que por unas semanas, dejó de ir a la plaza y salía con un poco de miedo a la calle. No porque el Joven le fuese a hacer algo, sino porque le avergonzaba no poder explicar lo que había hecho: ¿cómo decir que uno fue un cobarde?
Cuando se volvieron a encontrar ninguno de los dos hizo mención a aquella noche: El Gato por vergüenza, El Joven vaya uno a saber por qué; quizás haya estado tan pasado que no se acordaba de nada, o quizás esperara que El Gato dijera algo primero, después de todo el que había estado mal era él.
Cuando le mencioné, en esa disquería horrenda, el nombre del Joven al Gato, se puso serio.
—El Joven Thrasher se murió —dijo— No sé cómo no te enteraste si hasta salió por Crónica…
—Me estás jodiendo, ¿cómo no me lo habías dicho?
—Boludo, se ahorcó en Puente Saavedra, del lado de Cabildo. Fui un quilombo terrible porque quedó colgando del puente y no lo podían bajar. Y los autos seguían pasando y el chabón ahí, como un péndulo medio macabro. Cortaron la calle y tuvieron que ir los bomberos con el camión ése que tiene la escalera ¿viste?, para ver si lo bajaban. Me contó El Gordo que habían llevado también unos reflectores para que los tipos pudieran trabajar, así que todo parecía un escenario, como si fuera un fragmento de una obra de teatro. La gente que miraba no lo podía creer. Y él colgando de la soga, con el reflector en la cara, moviéndose por el viento, por arriba de todo el mundo…
El tipo de la disquería había apagado la música otra vez. Me pareció que no tenía muchas ganas de que siguiéramos dentro; se daba cuenta de que no íbamos a comprar nada, así que dejó que el silencio y su propia mirada se volvieran insoportables. Yo tampoco tenía muchas ganas de seguir estando ahí, igual; lo que me había contado El Gato me había hecho cambiar el humor. Supuse que ya nunca más iba a volver a escuchar historias del Joven Thrasher y me entristecí.
Salimos y seguimos caminado hacia San Isidro. No faltaba mucho para que llegáramos a mi casa. La tarde se había nublado, y hubiese jurado que el frío que sentía ahora era diferente del de antes de entrar en esa disquería. El Joven había muerto.
4 comentarios:
Estas cosas las escribís todas vos, no? En ese caso te felicito, excelente todo.
¡Ah, muchas gracias!¡Saludos!
Cuánto hace que ud. no posteaba!
Pensé que habías abandonado tu naufragio.
Ahora, yendo al texto, cómo se puede entristecer uno por la muerte de alguien que vive en la imaginación de otro? Porque yo dudo, dudo todo el tiempo, y en este caso, más aún. Acaso vos no?
Saludos culinarios,
M.
Hey loco, por haber puesto un artìculo de los Fabulosos Prefab Sprout (què bueno que otro argentino sepa de ellos), voy a leer tus historias! Esta me gustò sinceramente, es la primera que leo.
Y bueno te paso te cuento que pensè en hacer un blog con historias, como èste. Empecè uno pero lo tengo bastante abandonado. Y ahora me contagiaste las ganas de escribir cosas, jajaj!
Saludos
jaime
thebluecaveltd.blogspot.com
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